Fidel Ramírez entró al salón de profesores con ojeras de mapache y canas nuevas en el bigote. Al servirse un café instantáneo bien cargado, un flechazo de jaqueca le traspasó las sienes. Merecido se lo tenía: toda la noche pensando en ella, deletreando su nombre, dando vueltas en la cama entre pálpitos de ansiedad. El desasosiego apenas le había concedido algunos intervalos de sopor y ahora debía enfrentarse a las fieras de cuarto grado con la guardia baja, sin creer en su propia autoridad moral. Complementó el café con un par de aspirinas, agobiado por una mezcla de ilusión y vergüenza. Qué ridícula zozobra de colegial enamoradizo. Ridícula, sí, más le valía juzgarse con rigor, aunque una parte de su alma, la más débil y contumaz, defendiera ese capricho perverso y hasta pretendiera convertirlo en mérito. Ningún hombre de mundo se perturbaría a tal grado por las aparentes insinuaciones de una lolita.
Lamentó su inexperiencia en el difícil arte del adulterio. Ni en sueños había osado engañar a Sandra en quince años de matrimonio y cuatro de noviazgo. Era un tigre desdentado de circo pobre, que volvía cada tarde por su propio pie a la jaula de la monogamia. ¿De cuándo acá tanta urgencia por lanzar rugidos y zarpazos? Más que la tentación, lo atormentaba la amarga sospecha de no conocerse a sí mismo. Si tuviera más experiencia en lides eróticas quizá no estaría tan atribulado. Manejaría la situación con sangre fría en vez de esperar que un poder superior, los Hados o la Providencia, la manejaran por él. ¿O incluso los conquistadores más cínicos, los más curtidos en placeres egoístas, sufrían de vez en cuando esas rachas alternadas de temor y deseo?
En el patio saludó con una seña a Renato, el atlético profesor de gimnasia, que iba cargando una red con balones de voleibol. De camino al edificio de Bachillerato, unas ardillas juguetonas que salieron corriendo de unos arbustos se le atravesaron en el sendero de grava. A lo lejos vio a un ramillete de muchachas abrigadas con gruesas chamarras para guarecerse del frío. Tomaban café en termos que circulaban de mano en mano, mientras los hombres, en un grupo aparte, pateaban una pelota lanzando glifos de vaho. El Sweet Land College estaba en las faldas del Ajusco, en una zona boscosa que dominaba el plomizo valle del Anáhuac, y en las primeras horas del día los ventarrones gélidos calaban hasta los huesos. Pero Fidel conservaba el calor libidinal acumulado en su larga noche de insomnio y al acercarse un poco al grupo de chicas, la saliva le supo a lumbre. Ahí estaba Irene, con destellos homicidas en los ojazos negros, el pelo castaño arremolinado sobre los hombros, las mejillas de durazno y la boca pequeña de labios gruesos, donde la voluptuosidad libraba cruentas batallas con la inocencia. A pesar del frío, se las había ingeniado para combinar el grueso chaleco térmico con una coqueta minifalda, las piernas ceñidas por unos coquetos mallones negros. Tapadas así lo enfebrecían más aún que al desnudo. La comba de sus muslos, que tantas veces había besado en la imaginación, cuando la veía jugar básquet en el patio de recreo, prometía el edén y el infierno a quien fuera digno de poseerla.
Pero cuidado, ya tenía un conato de erección, vade retro, Satanás. Saludó al corrillo de ninfas con un lacónico buenos días, y apenas se permitió echar un vistazo a Irene, intimidado por la fulminante dulzura de su mirada. Ya tendría tiempo de contemplarla a sus anchas a media mañana, cuando le diera la tutoría. Por primera vez iban a estar solos un largo rato, una confrontación que presagiaba tormentas. Por lo general, sólo los malos alumnos solicitaban tutorías cuando tenían problemas en alguna materia. No era el caso de Irene, una lumbrera con 9.5 de promedio en Historia. La embajadora de la corte celestial en el colegio era también una alumna ejemplar. Si entendía todo a la primera, ¿para qué le habría pedido la tutoría? ¿Tenía o no motivo para abrigar esperanzas y sentir culpas anticipadas? ¿Era justificable o no su noche de insomnio?
Repasó las últimas provocaciones de Irene: el pícaro juego de arrimarle el pezón al hombro cuando le llevaba a corregir tareas al escritorio, la entrega de un cuaderno con la huella de sus labios impresa en la tapa, la obscena separación de piernas que le había dejado entrever el triángulo azul de su tanga cuando deambulaba entre las filas de bancas. Estaba seguro de que esa putilla sería presa fácil para un conquista dor sin escrúpulos. Pero el riesgo era demasiado grande. Suponiendo que Irene se le ofreciera con más descaro en la tutoría y él aprovechara la oportunidad para iniciar algo parecido a un romance, ¿cómo lograría imponerle discreción? ¿Estaba dispuesto a jugarse la chamba por un demencial antojo, condenado por todas las leyes divinas y humanas?
A pesar de su crispación impartió las dos primeras horas de clase sin dar señales de inquietud. Para interesar a sus alumnos de cuarto en el tema del día, la Revolución Francesa, les describió la ejecución de Luis XVI y María Antonieta regodeándose adrede en cruentos detalles sobre el funcionamiento de la guillotina. Conquistada su atención, pasó a los asuntos de fondo que de verdad le importaban: la pugna entre jacobinos y girondinos, las principales características del sistema de gobierno republicano, la repercusión internacional de ese golpe demoledor a los privilegios aristocráticos. Dominaba a la perfección los trucos para cautivar a sus alumnos y cuando los tenía así, embebidos en la clase, asistiendo, sin saberlo, al nacimiento de su espíritu crítico, sentía el orgullo de un alfarero que ve a sus figurillas de barro cobrar vida y actuar por cuenta propia. A las diez de la mañana tenía una hora de descanso, que generalmente dedicaba a revisar tareas. Se acomodó en la mesa ovalada del salón de profesores con un altero de papeles, sin prestar oídos al chismorreo de sus colegas. Cuando apenas empezaba a calificar, don Filiberto, el adusto vigilante de la entrada, le entregó una cajita rectangular envuelta para regalo.
—Dejaron esto para usted, profe.
No solía recibir regalos, menos aún en la escuela, y desgarró la envoltura con extrañeza. Era un estuche con dos lujosas plumas MontBlanc, negras con filigrana de oro, acompañadas por una nota manuscrita de la señora Jacqueline Álvarez de Gaxiola: “Le agradeceré de todo corazón su empeño por ayudar a David”. ¿Por quién lo tomaba esa vieja engreída? El día anterior, Jacqueline se había entrevistado con Pablo Güemes, el director del colegio, para presentar una queja en su contra. Lo acusó de traer de encargo a su pobre hijo David, de tratarlo con excesiva dureza y de no tener paciencia para darle explicaciones cuando hacía preguntas. Según ella, David había enmendado sus errores del pasado, y a fuerza de sacrificios estaba logrando aprobar todas las materias del curso, menos Historia, donde seguía atorado porque el profesor Ramírez le tenía mala voluntad y no valoraba su gran esfuerzo.
Mandado llamar por Güemes, Fidel escuchó los cargos de la madre ofendida con un sentimiento de ultraje. Más que las acusaciones, lo lastimó su altivez. Hablaba recio, sin concesiones al medio tono de la cortesía mexicana, con el desenfado de una patrona acostumbrada a mandar. Rubia, bronceada, con un cuerpo juvenil esculpido en el gimnasio, debía rondar los cuarenta pero aparentaba diez años menos. Llevaba un fino conjunto de saco y pantalón color menta y en su cuello refulgía una gargantilla de oro con incrustaciones de brillantes. Tras la sorpresa inicial, Fidel se defendió con una convicción serena que la tomó por sorpresa. David nunca prestaba atención en clase, dijo, y por si fuera poco, la saboteaba con actos de indisciplina que perjudicaban al resto del grupo. Se había ganado a pulso los reportes y las malas notas, pues jamás entregaba tareas y en los exámenes dejaba sin responder la mitad de las preguntas. Era, por mucho, el peor alumno de su grupo, el más insolente y mal criado. Ante el cúmulo de evidencias, la madre depuso el tono altanero y se mesó los cabellos.
—No sé qué hacer con este condenado niño. Ayúdenme con él, por favor. Lo he sacado ya de tres colegios. Me cuesta sangre obligarlo a estudiar, pero necesitamos que por lo menos termine la prepa.
Fidel tenía bien diagnosticado el cuadro clínico de David, pero no quiso exponérselo a Jacqueline por temor a ofenderla. Era el clásico príncipe decadente, consentido hasta el empalago, que se limpiaba el culo con los valores éticos y la moral cívica. ¿Para qué iba a estudiar, si de cualquier modo tenía la vida resuelta? En quinto de prepa había reprobado cuatro materias, y en vez de reprenderlo con la severidad que ameritaba el caso, su papi, el magnate Faustino Gaxiola, propietario de una cadena de farmacias, le regaló un Audi descapotable color platino. ¿Así querían enderezarlo? Alto, rubio, de ojos verdes y con un corte de pelo a la Justin Bieber, David tenía derretidas de admiración a un buen número de colegialas bobas que se disputaban el honor de besuquearlo en su flamante carrazo. Por jugar arrancones en las calles aledañas al colegio chocó el carro de un vecino y el director en persona le había tenido que leer la cartilla. Pero ninguna reprimenda lo enderezaba y por la ansiedad de mandril con la que se rascaba los codos en clase, Fidel sospechaba que se había enganchado en alguna droga. Como no podía soltar sin pruebas una acusación tan grave frente a una madre que lo veía con ojos de amor, en la entrevista se limitó a recomendarle que lo llevara a terapia con un buen psicólogo. Jacqueline hizo una leve mueca de irritación. Al parecer no estaba acostumbrada a tolerar críticas, menos aún si venían de un asalariado. Y ahora, con el envío de las plumas MontBlanc, su mueca adquiría un significado más ofensivo. Trágate tus consejos, profesorcito, yo sé cómo doblar la voluntad de cualquiera. Pues conmigo le falló, señora, algunos perros no bailamos con dinero.
Salió corriendo en busca de Pablo Güemes, que por fortuna estaba solo en su oficina. Era un cincuentón de cabello entrecano, con bolsas oculares violáceas, abdomen prominente y nariz chata de perrito pug, que siempre tenía el escritorio atiborrado de papeles. Fidel había llegado al colegio contratado por él y en otra época fueron buenos amigos. Se distanciaron a partir de la reestructuración emprendida dos años atrás, cuando los miembros del consejo directivo, alarmados por la progresiva disminución de inscripciones, que atribuyeron a la apertura de otras escuelas en la zona sur, la mayoría con nombres en inglés, decidieron acentuar el perfil bicultural de la institución, cambiando su nombre original, Colegio Suave Patria, por Sweet Land College, una marca con más punch publicitario, que según la circular enviada al personal docente, “mantenía intactos los principios fundacionales de la escuela, evocando el canto patriótico de López Velarde en la lengua de Shakespeare”. Cuando recibieron la circular, varios profesores se burlaron del nuevo nombre, pero sólo Fidel se atrevió a protestar, aprovechando su cercanía con Güemes. Si el colegio era bilingüe en todos sus niveles y los egresados tenían un buen dominio del inglés, certificado en evaluaciones internacionales, ¿qué necesidad tenían de caer en esa gringada? Pero Güemes, ofendido por su impertinencia, zanjó drásticamente la discusión: él no tenía la culpa de que los padres de familia quisieran ser gringos de segunda, estaba en juego la salud financiera del colegio, es decir, el trabajo de todos, y no iba a tolerar disidencias en ese tema. Si no estaba de acuerdo con el cambio de imagen, que presentara su renuncia. La puerta estaba abierta para todos los inconformes. Desde entonces Fidel lo trataba con una distante cordialidad.
—Hola, Pablo. ¿Puedo hablar contigo un minuto?
—Mira nomás el regalazo que me mandó doña Jacqueline —abrió el estuche con las plumas y le entregó la tarjeta firmada por la divina garza—. Aquí en tu oficina parecía muy apenada por el mal comportamiento de su engendrito, pero ahora me quiere sobornar. Esta clase de gente le hace mucho daño al colegio, ¿no te parece? Güemes examinó el regalo con la frialdad de un inspector policiaco inmunizado contra el asombro.
—Devuelve las plumas y asunto arreglado.
—¿Así nomás, sin ninguna sanción? —respingó Fidel—. El caso amerita una medida disciplinaria más severa: una suspensión temporal o la expulsión definitiva. Así lo estipula el reglamento de la escuela.
Pablo Güemes se quitó las gafas, incrédulo y molesto por ese desacato a su autoridad. Exhaló un suspiro de impaciencia mirándolo fijamente a los ojos. —¿Vienes a decirme cómo tengo que dirigir el colegio?
—No, sólo vengo a defender mi dignidad.
—Pues defiéndela como te dije. Si rechazas el regalo, tu dignidad queda intacta. David Gaxiola no tiene la culpa de las pendejadas que haga su madre.
—Es obvio que están de acuerdo —Fidel endureció el tono, estrujando el estuche de las plumas—. Como ese imbécil no puede aprobar Historia por la buena, le pidió a la mamá que me ablandara.
—Cálmate, Fidel, estás muy acelerado. ¿Dormiste mal anoche? —Güemes lo miró con suspicacia y Fidel, por un reflejo culposo, temió que adivinara el motivo de su insomnio—. Recuerda lo que dice la Biblia: No castigarás a los hijos por las faltas de los padres, cada quién debe pagar por su pecado. En mis treinta años de magisterio yo también hetenido alumnos difíciles, y te aseguro que la mejor manera de lidiar con ellos es ganarte su confianza. Gaxiola ha mejorado bastante del curso anterior para acá. Eres el único maestro que lo sigue reprobando. ¿No serás tú la mitad del problema?
—¿Eso crees de verdad? —Fidel sacó fumarolas por los ojos—. Manda grabar cualquiera de mis clases y verás cómo se comporta esa lacra.
—No hace falta, Fidel, confío en ti. Pero te pido que en este caso tengas paciencia. Dale a esa señora una lección de profesionalismo y saca del atolladero a su hijo. Los malos alumnos son el principal desafío para cualquier profesor.
Salió de la oficina con una mezcla de indignación y náusea. ¿De modo que el culpable por la holgazanería de David era él? A juzgar por la sospechosa blandura de Güemes, el proceso degenerativo del colegio era ya irreversible. Nada bueno se podía esperar de una prepa travestida en high school que renegaba en forma vergonzante de sus raíces. Junto con la corrupción, el autodesprecio propagado de arriba hacia abajo era el peor cáncer cultural del país. Güemes lo sabía de sobra, pero después de pisotear sus ideales educativos, ahora violaba el reglamento disciplinario para complacer a la oligarquía. ¿Fallar yo? ¡Ni madres! David pasaba de panzazo en otras materias porque tal vez otros profesores sí habían aceptado sus regalos. ¿O Güemes en persona les había pedido aprobarlo? ¿Acaso el papá consentidor había dado un donativo al patronato, a cambio de un trato preferencial para su retoño? Mientras bajaba la escalinata de piedra volcánica entre los macizos de geranios, rumbo a las cabañas construidas en el declive de la montaña, donde tomaban clase los alumnos de sexto, intentó aplacar su coraje con ejercicios respiratorios (inhalaciones largas seguidas de exhalaciones cortas), como le habían enseñado en las clases de yoga. Recuperado el sosiego, entró al salón con la integridad más enhiesta que nunca.
Sentado en la tarima, el enemigo departía con dos compañeros a quienes presumía su nuevo teléfono inteligente. Era imposible no escuchar su voz aguda y nasal, porque hablaba con la misma altanería de su madre.
—Me lo trajeron ayer de Miami, ¿a poco no está chido? Tiene un procesador velocísimo, pantalla con cristal de zafiro y cámara de doble lente. Si se te cae al suelo no pasa nada porque está hecho con liquid metal, un material imposible de rayar —dejó caer el teléfono—. Mira, lo tiro y no pasa nada.
Fidel carraspeó al pasar frente a ellos. Con respetuosa celeridad, la mayoría de los chavos se apresuraron a ocupar sus bancas. David, en cambio, volvió a la suya con una parsimonia de emperador chino, en abierto desacato a su autoridad. Centrado, sin recoger el guante, Fidel arrancó una hoja de su libreta y escribió con letra de molde: Tenga cuidado, señora. Por este camino sólo le hará daño a su hijo.
David se acercó a su escritorio con la misma lentitud retadora y Fidel le entregó el cuerpo del delito, con el mensaje doblado dentro del estuche.
—Devuélvele esto a tu señora madre. Dile que el reglamento nos prohíbe aceptar regalos.
Hubo un murmullo de asombro, acompañado de risas burlonas.
—¡Guarden silencio! —Fidel dio un manotazo en el escritorio—. No hice ninguna broma. Y tú vuelve a tu lugar, Gaxiola, pero rápido.
David esbozó una sonrisa incrédula, de futbolista inconforme con la marcación de una falta, y volvió a su pupitre haciendo malabares con el estuche, como para dar a entender que el rechazo del obsequio y la repulsa del grupo le venían guangas.
—La semana pasada hablamos de la Decena Trágica, el golpe de Estado que derribó al presidente Madero —Fidel encendió el pizarrón electrónico para mostrar una foto amplificada del sitio de la Ciudadela—. Ahora vamos a estudiar el rumbo que tomó la Revolución después de su asesinato.
Mientras Fidel describía el levantamiento de carrancistas, villistas y zapatistas contra el usurpador Victoriano Huerta, precisando el perfil ideológico de cada facción sublevada, David no tomaba una sola nota en el cuaderno. Se limitaba a contemplar embobado las lámparas de luz neón, las piernas cruzadas con displicencia, mientras daba pataditas en el codo al compañero de adelante, César Maldonado, para no dejarlo tomar apuntes. Fidel tenía demasiado colmillo para caer en esa provocación y prefirió ignorarlo: no cometería la sandez de sacarlo del salón cogido por las orejas, teniendo en su contra a Güemes. Ya se vengaría en el examen final. Pasarás sobre mi cadáver, juró, antes de aprobar el curso. Por lo menos vas a tener que presentar un extraordinario. Y si Güemes se molesta, que me corra: no me caería mal la liquidación y tengo buenas ofertas de otros colegios. Tres filas atrás, la profunda concentración de la bellísima Irene, que lo miraba con hambre de iluminaciones, le infundió confianza en sus virtudes de pedagogo. Esa mirada atenta y dulce lo compensaba con creces por la insultante distracción de David. Sus margaritas indigestaban a los cerdos y deleitaban a los ángeles. ¿Qué mayor aplauso podía pedir? Quizá pecara de cursi, pero en esos momentos de intensa comunión espiritual tenía la certeza de que Irene lo amaba.
Sonó la campana del segundo recreo. Sólo faltaba ya media hora para la tutoría y la pasó en ascuas, leyendo la sección cultural de La Jornada sin retener el significado de las palabras. Partido en dos mitades que se disputaban el mando de su conciencia, presintió la felicidad y la ruina, la apoteosis erótica y el fracaso más bochornoso. El intento de cohecho, la discusión con Güemes y su digna devolución del obsequio lo habían predispuesto a las emociones fuertes, a salirse del guion impuesto por la rutina. Los riesgos vigorizaban el alma, eso debía reconocerlo, y quizá el gran error de su vida había sido eludirlos por sistema. Un amor loco y prohibido, ¿no era eso lo que le faltaba vivir, lo que le dejaría un grato sabor de boca en la vejez? Volvió abruptamente a la realidad cuando Enedina, la prefecta, le señaló entre risillas que tenía el periódico de cabeza. Lo enderezó ruborizado.
¿Y si todo fuera un malentendido forjado al calor de la borrasca hormonal? Desde niño, para vacunarse contra las decepciones, se había acostumbrado a esperar siempre lo peor cuando deseaba muy intensamente algo, y faltando cinco minutos para la cita, volvió a implementar esa táctica defensiva: mantén los pies en la tierra, sólo quiere pedirte orientación vocacional, es veinticinco años más joven y deben gustarle los chavos de su edad. Gracias a la cucharada de pesimismo pudo entrar a la biblioteca con una calma aparente. Las mesas de consulta estaban desiertas, nadie transitaba por los anaqueles y al fondo, en el pequeño cubículo sin ventanas, Irene lo esperaba ya, leyendo una revista con su cabellera de alazana derramada sobre los hombros. Se había quitado el chaleco térmico y su blusa, desabotonada con alevosía, dejaba entrever el hemisferio superior de su pecho izquierdo, salpicado de encantadoras pecas.
—Hola, Irene —la saludó a prudente distancia—. Me tiene muy intrigado que hayas pedido esta tutoría. La mera verdad, no creo que la necesites.
—Después de mucho pensarlo, he decidido estudiar Historia —sonrió Irene, algo cohibida— y quería pedirle consejo para elegir universidad.
Halagado por la noticia, Fidel se ruborizó. Era el responsable directo de haberle sembrado esa vocación, el genio tutelar que la había encarrilado en la apasionante aventura de reconstruir el pasado. ¿Y por qué no fantasear un poco? La admiración reflejada en sus pupilas quizá fuera la chispa precursora de una gran llamarada.
—Me alegra mucho, ¿pero estás segura? La Historia no deja mucho dinero, lo sé por experiencia.
—Ya se lo dije a mis papás y están de acuerdo. Pero no sé a qué universidad inscribirme. Por eso le pedí la tutoría. ¿Usted sabe dónde me conviene hacer la carrera?
Fidel cruzó los dedos de las manos en actitud reconcentrada. Con la mirada fija en la bifurcación de sus pechos, le recomendó la facultad de Filosofía y Letras de la UNAM o el Instituto Nacional de Antropología e Historia, donde él había estudiado respectivamente la licenciatura y el posgrado, especificando los pros y los contras de cada institución. Sospechaba que los padres de Irene preferirían inscribirla en una universidad privada, pero deliberadamente excluyó esa posibilidad, con la piadosa intención de que esa niña tan adorable no acabara convertida en una académica elitista y mamona.
—Como eres una alumna tan brillante, estoy seguro de que pasarás el examen de admisión en cualquier universidad —concluyó, enternecido—. El que se va a quedar muy triste soy yo. Alumnas como tú no se dan en maceta.
So pretexto de estirar los músculos, Fidel extendió los brazos hacia adelante, rozando casi los vellos rubios del antebrazo izquierdo de Irene, que había recargado los codos en el escritorio. Era una insinuación hasta cierto punto cobarde, pero después de su afectuoso comentario tenía un significado bastante claro. No podía ser más audaz en pleno ejercicio de su labor docente.
—Gracias, qué lindo —Irene lo miró a los ojos con una sonrisa magnética—. Usted ha sido mi ángel de la guarda en toda la prepa. Yo era un desastre, ninguna materia me interesaba. Pero todo cambió cuando asistí a sus clases. Las disfruto tanto que hasta me pongo triste cuando suena el timbre, ¿usted cree?
Irene refrendó su elogio con un intempestivo contacto manual. No se limitó a posar la mano izquierda en el dorso de la suya: la recorrió suavemente con las yemas de los dedos, en señal de franca disposición al estupro. Con su mano libre, Fidel le dio una palmadita paternal en los nudillos, como para desinfectar el peligroso contacto. Pero en su piel había ocurrido una conflagración y no quiso perder esa oportunidad e oro que rebasaba sus expectativas más delirantes.
—Si quieres que te ayude a preparar el examen de admisión, puedo verte cuando quieras fuera del colegio —tartamudeó—. Total, me voy a quedar en la ciudad todas las vacaciones.
—¿De veras? —Irene sonrió ilusionada—. Pero usted está muy ocupado y me da pena hacerlo trabajar horas extras.
—Por eso no te preocupes. Nunca le regateo mi tiempo a los buenos alumnos.
Quedaron de verse el martes de la semana siguiente, a las cinco de la tarde, en un Starbucks del centro de Tlalpan. El simple hecho de haber concertado la cita ya lo podía meter en líos, pues nada le garantizaba que Irene guardara la debida discreción. Era de temerse que ventilara el tema con alguna confidente. Si las mujeres adultas no sabían guardar secretos, mucho menos un atolondrado pimpollo de diecisiete años. Pero a pesar del paso en falso que acababa de dar, Fidel volvió a casa efervescente y optimista, con el motor de la voluntad más revolucionado que nunca. Esa noche jugó PlayStation con su hijo Emiliano, a quien tenía un tanto olvidado, y le hizo el amor a Sandra con una pasión que ya creía difunta. Cuando apagaron la luz no se sintió traidor, sino bendecido por la vida. Se había ganado en buena lid la admiración de una alumna preciosa y aceptar ese regalo del cielo no tenía por qué apartarlo de su mujer ni de su familia. Quizá ocurriera lo contrario: esa inesperada felicidad acaso le dejaría suficientes reservas de gozo para sobrellevar muchos años más de vida conyugal ordenada y tibia. Por más efímera que fuera esa aventura, sus irradiaciones, propagadas en círculos concéntricos, podían tener un efecto salutífero que le duraría años o décadas.
Aunque lo excitara la posibilidad de cogerse a Irene, no quiso catalogar ese devaneo como una vulgar calentura. Tal vez por su inveterada fidelidad conyugal, deseaba entregarse a ella en cuerpo y alma, corresponder a su admiración con un amor profundo, exento de mezquindades. Desde luego, ansiaba con furor ese gran festín de la carne, sin duda el más intenso de su vida. Pero el cuerpo estaba conectado con el alma y él se había enamorado de Irene con todas las potencias del espíritu, como hubiera podido hacerlo cualquier chavo de su edad. Apenas dos días antes de la cita, cuando terminó de preparar los exámenes finales, se dio tiempo para escribirle un poema. No tenía ambiciones literarias, pero antes de volverse un ratón de biblioteca, en sus años de bohemia juvenil, había escrito letras de canciones que él mismo cantaba en las fiestas. Tras varios tanteos infructuosos, por fin atinó a versificar sus sentimientos con honradez y ternura:
Atado a tu sonrisa, náufrago en el oleaje de tu pelo, suspendido en la brisa que sopla de tu boca hacia mi anhelo, quisiera disipar de mi memoria los años en que, lejos de la gloria, en mi árido inframundo de tristeza viví un triste remedo de la vida, con el alma enmohecida por no haber adorado tu belleza. Bien sé que no merezco la flor de tu hermosura, pero tal vez alivie mi locura reconocer que ya te pertenezco.
No lo quiso firmar, pues ignoraba en qué manos pudiera caer si Irene cometía la imprudencia de enseñárselo a alguna amiguita, pero tuvo la delicadeza galante de rociarlo con su mejor loción. El día de la cita en el café, las manos le sudaban como si fuera a presentar un examen profesional. Irene sólo se retrasó cinco minutos, pero bastaron para infundirle los más acerbos temores de un plantón humillante. Un miedo espantoso al fracaso, alimentado por la íntima convicción de no merecerse tanta ventura, lo impelía a salir corriendo de ahí, pero una voluntad más fuerte lo sujetó a la silla. Cuando por fin apareció, esplendorosa y apenada por el retraso, con tacones de plataforma, barniz multicolor en las uñas, minifalda negra y una blusa de seda amarilla casi traslúcida, se maldijo por tener la fe tan flaca. Nunca iba a la escuela tan ligera de ropa. Venía a entregarse envuelta para regalo. Recobrado el amor propio, se atrevió a saludarla con un beso en la mejilla. No había lugar para disimulos: ambos sabían a lo que iban. Después de todo estaban fuera del perímetro escolar, y en un par de semanas, Irene ya sería una exalumna.
—No sabe cuánto le agradezco que haya aceptado venir —el cuello de Irene olía a selva tropical, a fragante sacrilegio—. Ya me decidí por la UNAM, pero dicen que el examen es bien difícil y en Historia aceptan a pocos aspirantes, porque el cupo es muy limitado.
—No te preocupes, vas a llegar muy bien preparada, de eso me encargo yo —recobrado el aplomo, Fidel se sintió más ligero, como si le hubieran brotado alas—. Sólo tienes que refrescar un poco tus conocimientos. Pero por favor no me hables de usted. Aquí no estamos en la escuela y podemos romper la formalidad, ¿no crees?
Aunque Irene había puesto sobre la mesa su libro de texto, con un busto de Herodoto en la portada, ninguno de los dos quiso empezar tan pronto el árido repaso. Para romper el silencio, Fidel criticó la antiséptica música ambiental de la cafetería y se enfrascaron en una charla frívola sobre sus grupos favoritos de rock. A Irene le gustaban Kings of Leon y The Killers. Más chapado a la antigua, Fidel admiraba la música de Radiohead y los Smashing Pumpkins, que a Irene le sonaba un tanto viejita (de hecho, los llamó grupos de chavorrucos), pero ambos coincidieron en su admiración por los White Stripes. Irene sintonizó en su teléfono Seven Nation Army, la canción más famosa del grupo, y los dos la canturrearon, llevando el ritmo con los tacones.
—Nunca me hubiera imaginado que le gustaba el rock —se alegró Irene—. En la escuela siempre lo veo muy serio.
—¿No quedamos en que ibas a hablarme de tú?
—Perdón, se me olvidó. Es que me da pena.
—El otro día, en la biblioteca, no te vi tan apenada —Fidel se tiró a fondo—. Es más, de pronto sentí que teníamos la misma edad.
Irene se sonrojó como una niña traviesa sorprendida en falta. Pero su turbación no arredró a Fidel. Si ella le había dado entrada en la tutoría, ahora le tocaba pasar a la ofensiva.
—Vas a pensar que soy un chavorruco sentimental, como tú dices, pero en los últimos días he pensado mucho en ti. Me duele mucho que dentro de poco vayas a dejar la escuela, y ayer te compuse un poema. ¿Quieres oírlo?
Irene se quedó un momento perpleja y dubitativa. Hubo un largo intercambio de miradas nerviosas en el que Fidel sudó frío. ¿Y si ahora se asustaba y corría a acusarlo con su mamá?
—Si quieres me lo guardo y asunto arreglado —propuso con un retintín de reproche y comenzó a doblar el papel, pero Irene lo detuvo.
—No, mejor déjemelo leer a mí.
Irene se concentró en el poema con el rostro impasible, sin dar señales de aprobación o repudio. Tal parecía que estaba leyendo una receta de cocina. Cuando terminó, miró a Fidel con una opacidad fría que nunca antes había percibido en sus ojos.
Enrique Serna Narrador, su última novela es El vendedor de silencio.
© Reproducido con autorización de Alfaguara, sello de Penguin Random House Grupo Editorial S. A. de C. V.
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